LEYENDO LA NOVELA A TRAVÉS DE IMÁGENES. I y II PARTE.
En ocasiones se dice que una imagen vale más que mil palabras. No sé si este es el caso, pero me ha parecido una buena idea ilustrar pequeños fragmentos de la novela con las imágenes veracruzanas y gallegas que, o bien nos hablan sobre ellos, o bien me han inspirado para escribirlos.
https://arrozconlechealaveracruzana.blogspot.com/2025/10/leyendo-la-novela-traves-de-imagenes.html
I PARTE. ARROZ LECHE A LA VERACRUZANA:
A Coruña, 4 de enero de 2023
De hecho, casi todos hemos oído hablar alguna vez del duelo migratorio. ¿Me creeríais si os dijese que, ahora y desde siempre, los alimentos pueden ser, en algunos casos, la mejor medicina para superarlo? Al menos para mi familia así fue y, quizás por eso, el primer sabor que recuerdo tener grabado en mi mente y en mi paladar siendo yo todavía una niña muy pequeña es el arroz con leche a la veracruzana. De hecho, a veces, cuando estoy en A Coruña y siento nostalgia de Veracruz, me cocino a mí misma ese postre como terapia y aviso a mi madre, que si no está conmigo en ese momento deja casi todo lo que esté haciendo, a excepción de su trabajo, para volver a casa, agarrarse la jarana que le regaló su padre y comenzar a tocar y cantar las canciones veracruzanas que él mismo le enseñó mientras disfrutamos, las dos, de nuestros respectivos tazones de arroz con leche.
II PARTE. LA TRES VECES HEROICA CIUDAD AMURALLADA:
Veracruz, 3 de noviembre de 1827
No puedo comenzar a escribir este diario sin hablar primero de los orígenes de mis padres y de las circunstancias que les hicieron llegar a Veracruz. No fue un lugar elegido por ellos, ya que al principio se les impuso como una especie de exilio y castigo por un hecho que ocurrió en España en el año de 1795 y que acabó, primero con mi padre destinado como militar «a ese cementerio de europeos al lado del mar» para alejarlo de la península y, más de dos años después, con la llegada de mi madre, a la que literalmente metieron en un barco en contra de su voluntad con la orden de hacer escala en Veracruz y desembarcarla en esa ciudad. Aunque su primer año aquí fue difícil, acabaron sintiendo esta ciudad como su hogar y, cuando mi madre quedó viuda en 1810, se negó a volver a España y dijo que criaría a sus tres hijos en la tierra que nos vio nacer.
LITOGRAFÍA DE LA CIUDAD DE VERACRUZ. AÑO DE 1855..............................................................................................................................................................
Mis hermanos y yo recordamos esos años como tranquilos y felices. Nuestros padres siempre pusieron por delante la vida familiar a la vida social y, más allá de sus obligaciones de trabajo, pasaban con nosotros todo el tiempo que podían. Nunca hicieron distinciones de ningún tipo entre mis hermanos y yo por razón de sexo, ni en el trato personal ni en nuestra educación formal. No pude ir a la universidad como Alonso ni recibir instrucción militar como Martín porque las leyes no lo permitían, pero desde muy chiquita sabía leer con fluidez, tenía habilidad con el dibujo y mucha facilidad para las ciencias matemáticas. Hablo con fluidez varios idiomas y también he recibido una buena educación humanística y musical, aprendiendo a tocar el arpa, acompañada en ocasiones al piano por Martín y por el violín de Alonso. Mi madre, que aprendió desde niña con mi padre como maestro, me enseñó a disparar con diferentes armas de fuego y a defenderme usando armas de filo corto. Sin embargo, nunca sentí interés por aprender a usar un sable, algo que sí que hizo ella, desde los diez años, con él. Así que, cuando en abril de 1810, mi padre me preguntó si yo de mayor sería armadora como mi madre, se tomó perfectamente en serio lo que le contesté:
—No, padre, yo no quiero ser dueña de barcos, yo lo que quiero es diseñarlos y construirlos.
Él paseó la mirada de mi madre a mí y, al final, dijo:
—Marina, habrá que pensar cómo podemos conseguir ingenieros navales que acepten darle clases particulares a Elisa. Si Arturo no hubiese tenido que volver a Europa, él mismo podría hacerlo, como ingeniero naval y militar que es. No será fácil, pero, al menos para nosotros, el dinero no será un problema.
Y yo sabía perfectamente que él hablaba en serio.
Veracruz, 26 de diciembre de 1827
En el día de Reyes de 1810 mis hermanos mayores recibieron como regalo de mis padres dos maquetas preciosas, cuidadas hasta el último detalle, de nuestra corbeta y de nuestra fragata. Las habían adaptado para que, con ayuda de unas cuerdas y unas varillas, las pudiesen hacer navegar en la alberca del patio. A mí me regalaron una muñeca articulada muy bonita, carboncillos y lápices con pigmentos de colores de la casa francesa Faber Castell. Pero yo no podía dejar de mirar los barcos de Alonso y Martín.
Una semana más tarde, Arturo, ingeniero militar naval y el mejor amigo de mi padre, pasó por casa preguntando por él. Le indicaron que estaba en el patio con sus hijos y se dirigió hacia allí. Me vio primero a mí, mirando hacia el aljibe en donde mi padre ayudaba a mis dos hermanos a mover sus barcos, con gesto serio y con mi muñeca colgada del brazo. Me volví hacia dentro de la casa y me siguió. La acomodé en una pequeña «barca» que le había construido con trapos y varas y la hice «navegar» por todo el salón. Entonces me preguntó:
—¿A dónde llevas a pasear a tu muñeca en su carruaje, Elisa?
—No es un carruaje, es un barco, y no está paseando, sino navegando —le respondí yo.
Él no dijo ni preguntó nada más, pero el 5 de marzo de ese mismo año, para mi sexto cumpleaños, me regaló la maqueta de un bergantín que mandó construir para mí lo más rápido posible, en la que él se dejó también muchas de sus horas libres. Como los de mis hermanos, estaba preparada para poder hacerla navegar en nuestra alberca. Mis padres se quedaron algo confusos y descolocados con el regalo, Alonso y Martín con la boca abierta y yo estaba tan entusiasmada y tan contenta que me quedé sin palabras. Mi padre fue el primero que reaccionó y, después de agradecer el regalo, me preguntó:
—¿Quieres que vayamos ahora al patio y la probemos?
Yo respondí enérgicamente que sí con la cabeza y, mientras hacía navegar a mi nuevo barco con la ayuda de mi padre, supe que yo, de mayor, no quería tener barcos como mi madre, sino aprender a construirlos.
Maqueta de bergantín y fuente o aljibe de una casa veracruzana,actualmente el museo de la ciudad.
Veracruz, 16 de enero de 1828
Ciertamente, Arturo, aún desde la distancia, se convirtió para mis hermanos y para mí en nuestro referente masculino desde la muerte de nuestro padre, a quien se parecía bastante en el carácter y en la forma de pensar.
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Mi madre llegaría de Cuba una semana más tarde y las noticias no fueron buenas. Tal y como se imaginaba Victoria, se le despojó de la ciudadanía española declarándole apátrida y pesaba sobre él una orden que declaraba que, en caso de ser arrestado, se le juzgaría militarmente y muy probablemente sería ahorcado o fusilado. Mi madre salió mejor parada y arrancó el compromiso de que, si sus barcos volvían a ser atacados, los oficiales responsables serían destituidos por su acción y ella recibiría una compensación económica acorde a los daños causados. Supo que a Arturo le había molestado su proceder con Victoria y se disculpó con él, ofreciéndose a acompañarlo para comunicarle su decisión.
Mi padrastro aceptó la propuesta. Se acordó que la instrucción se llevaría a cabo entre Antón Lizardo y Alvarado, navegando de forma puntual hasta Coatzacoalcos, siempre que los barcos de mi madre no estuviesen realizando los viajes de comercio entre Veracruz y la península o por el Golfo de México o el Caribe. Solo unos pocos oficiales, contados con los dedos de una mano, sabrían del asunto y la instrucción se llevaría a cabo con ropa de civil, no de militar. Aun así, al entrar a formar, oficialmente, como parte del ejército mexicano, Arturo comenzó a vestir también el uniforme que le correspondía como capitán de navío, cuando estaba en tierra.
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A partir de ese momento, Arturo, para evitar pensar lo más posible en este asunto que le dolía y le quemaba por dentro, le pidió al capitán de fragata Pedro Sáinz de Baranda, entonces comandante general del Departamento de Marina de Veracruz y encargado, junto al general Miguel Barragán, del bloqueo naval a San Juan de Ulúa, poder permanecer embarcado como tripulación de infantería el mayor tiempo posible, en alguna de las corbetas que participaban en el asedio a la fortaleza. Al principio, Sáinz de Baranda se negó, por dos motivos: el primero, como capitán de navío que Arturo era, con amplia experiencia de navegación tanto en fragatas como en corbetas, le parecía desaprovechar sus habilidades de una forma absurda. El segundo era porque le interesaba moverlo, como asesor de los capitanes, entre todos los navíos que tenía bloqueando el acceso a San Juan de Ulúa, ya que conocía como pocos el arrecife veracruzano y podía ayudar a cambiar sus posiciones de bloqueo con seguridad. Más tarde llegaron al acuerdo de que permanecería, todo el tiempo que durase el asedio, en estas mismas funciones, siendo eximido, temporalmente, de sus obligaciones como instructor naval en tierra.
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A principios de noviembre de 1825, cuando el escorbuto hacía estragos entre la tropa acuartelada en San Juan de Ulúa y la rendición de la fortaleza se veía más cerca que nunca, a Arturo le llegó la noticia de lo que le había ocurrido a Miguel Méndez en su encuentro con los contrabandistas de esclavos. Obtuvo una licencia breve de dos días para visitarlo y para atender otros asuntos militares en tierra. El marido de Isabel aprovechó para hablarle de mi madre en unos términos que le llevaron a replantearse su actitud con ella:

Litografia del bloqueo naval a San Juan de Ulúa y una de las líneas de tiro de la fortaleza hacia la ciudad de Veracruz entre 1823-1825.
Veracruz, 3 de abril de 1828
En el trayecto también nos acompaña Hugo, el perro de mi padrastro, al que Arturo ha pasado a buscar por su casa antes de venir a por Amalia. Al girar del callejón de la Lagunilla hacia la calle Salinas nos encontramos a dos zopilotes, o nopos, como los llamamos aquí, devorando a un perro muerto al que han dejado en la esquina opuesta. Vamos tan absortos en nuestra conversación que no conseguimos sujetar a tiempo al nuestro para evitar que se lance a ladrar y gruñir a los dos carroñeros, que se revuelven contra él. En ese momento, la que se suelta de mi mano es Amalia, que se lanza a «proteger» a Hugo y a increpar ella también a los zopilotes. La escena, entre cómica y embarazosa, hace reír a los transeúntes que circulan en ese momento por la calle, lo que enciende aún más los ánimos de Hugo y de Amalia. Con esfuerzo, yo consigo atar al perro y mi padrastro subir a su hija en brazos y llevárnoslos de allí. Ya en casa, no podemos dejar de comentar el momento también con Rita y recordar cómo fue la llegada de Hugo a nuestra casa, meses después de la muerte de Kimichin.
Mi padrastro encontró a su perro junto a una esquina de la calle Vicario cuando era un pequeño cachorro de un mes, volviendo hacia la casa de la Lagunilla un atardecer que salía del baluarte de Santiago. En las cúpulas de varias iglesias ya divisaba la silueta de grandes nopos los cuales, desde muchas décadas atrás, eran nuestro peculiar «escuadrón de limpieza» de las basuras que, sin muchos miramientos, se lanzaban a las acequias centrales de las calles, construidas aprovechando la ligera pendiente del terreno hacia las murallas y que desde allí desembocaban al mar. Aunque las autoridades pedían a la población que sacasen a los animales muertos fuera de las murallas, muchos morían dentro y acababan siendo alimento de estos carroñeros, que actuaban como improvisados funcionarios del servicio de limpieza municipal de la ciudad, por lo que estaba prohibido matarlos o dañarlos. Afortunadamente para Hugo, Arturo se dio cuenta de que estaba vivo y temblaba asustado contra el cuerpo inerte de su madre y, sintiendo lástima de él, se lo llevó a casa.
Veracruz, 24 de enero de 1829
Hoy es el primer día, después del nacimiento de mi primera hija el 17 de enero, que me siento con fuerzas para escribir, pues mi chiquitina, aunque encantadora, me tiene agotada. Aprovecho que mi madre la tiene en brazos, cantándole, en gallego y portugués, las mismas canciones de arrullo con las que nos dormía a nosotros cuando éramos así de chiquitos. Hemos decidido llamarle Inés, como su bisabuela paterna.
El destino quiso que naciese en casa de mi madre y no en la mía, y que el parto se adelantase casi una semana. Los días anteriores habíamos tenido nortes, pero el 17 de enero el viento se calmó y hacía un día tranquilo y soleado, así que me animé a acercarme, dando un paseo, hasta la calle de las Damas.
Amalia había montado en el patio una pequeña escuela con sus muñecas y las de Beatriz, a las que impartía una clase sobre las vocales, vigilada por Rita, sentada en una silla mecedora inglesa, mientras cosía. Alonso las observaba desde la distancia, sin decir nada, intentando que no lo viesen. Me hizo un gesto llevándose un dedo a los labios para que yo también guardase silencio.
Mi hermana pequeña se desesperaba con Beatriz, que era otra de sus alumnas, más interesada en jugar con los ovillos de costura de Rita que en atender a la lección. Al final, como no conseguía que le hiciese caso, exclamó, en tono de súplica:
—Nimitztlatlabtia Rita, xiconilhui Beatriz manechcahki ihuan amo okitla makichihua, pampa tlamo kihmati vocalti noihki amo huellis kimpohuas letrahti[1] .
—¿Ihuan amo tihkihta, Amalia, axca huellis timosehuiske ihuan mostla tihsegiroske tlen techpolohua leccioti? Onomechichihuilli cen anchocolatzintli, tzopelicke palankehtati ihuan mazapanesti pampa ticuaske[2].
A mi hermana se le iluminó la cara de alegría y, junto a Beatriz, comenzaron a saltar y a aplaudir para demostrar su entusiasmo. Fue entonces cuando mi hermano mayor intervino:
—¿Ihuan pampa Elisa ihuan pampa ne amo oncaitla chocolatl?[3] —dijo, guiñándome un ojo.[1] Por favor, Rita, dígale a Beatriz que me haga caso y se esté quieta, porque si no aprende las vocales tampoco aprenderá a leer.
[2] ¿Y no crees, Amalia, que ahora es un buen momento para descansar y seguir después con la clase? Os he preparado chocolate líquido, palanquetas y mazapán para merendar.
[3] ¿Y para Elisa y para mí no hay nada de chocolate?
Mazapán, palanquetas y chocolate al agua.
Veracruz, 20 de abril de 1830
Ayer acabamos con el acomodo de mi madre, mi padrastro, Amalia y Rita en mi casa. Será temporal, mientras duren las obras del tercer piso que mi madre ha decidido levantar en la calle de las Damas. Gran parte de las obras se han podido y se podrán seguir realizando estando ellos en la casa, pero, durante dos meses, esto no será posible y han tenido que buscar reacomodo. Alonso, María y Beatriz se alojarán en la recámara de la sastrería y tienda de tejidos que tenemos frente a la plaza del Loreto, pues en el piso superior ya residen las mujeres que trabajan en el negocio junto a sus familias. Eusebio ha marchado a Tampico, donde ahora está su hija Lucía junto a Martín y sus nietas, ya que desde hace dos semanas es abuelo por segunda vez, con el nacimiento de su nieta Ana. Mi hermano fue requerido para participar en la batalla que se dio en esa zona, entre el 31 de julio y el 11 de septiembre de 1829, para expulsar a las tropas españolas del rey Fernando VII, que intentaban reconquistar el territorio.
Sada, 30 de julio de 1835
Queridísima Elisa:
Aprovecho que hoy tu hermana Amalia y Arturo, junto con nuestras amistades de la villa de Sada, se han ido a caballo a conocer los alrededores para poder sentarme a escribirte con calma. Ya son cinco los meses que llevamos aquí en España, casi dos los pasamos en Tapia de Casariego, con la familia de Arturo y el resto del tiempo hemos estado en A Coruña y su comarca, visitando también a familiares y amigos.
Como ya te conté en la primera carta que envié, cuando vimos de nuevo, ante nuestros ojos, la ciudad de A Coruña después de tantos años ausentes, nos emocionamos muchísimo, sobre todo yo.
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Volver a ver mi tierra a través de los ojos de tu hermana está siendo para mí una experiencia fascinante. Tanto en Sada como en A Coruña, se ha empeñado en enseñarles a otros niños de su edad cómo se llaman algunas de las cosas que les rodean en náhuatl, a la vez que ella aprende con ellos a hablar gallego, pues entender ya lo entiende, al igual que Alonso, Martín y tú misma.
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Si hay un lugar al que le encanta que le llevemos, es al Jardín de San Carlos, dentro de la Ciudad Alta. Me dice que a Veracruz le iría bien tener uno así entre murallas, y no solo nuestra Alameda de extramuros. Además del sepulcro del general Moore, muerto en la lucha contra las tropas de Napoleón, está rodeado de algunos cipreses y bojes, aunque no son ninguna de estas cosas las que llaman la atención de tu hermana. Son las vistas que, desde aquí, tiene del puerto, de las baterías de cañones y del Castillo de San Antón, lo que le hace pedirme que la acerque por allí a menudo.
Castillo de San Antón, en A Coruña y Colegiata de Santa María, donde es bautizada Marina Osorio, como le explica a sus hijas Elisa y Amalia.
A Coruña, 23 de octubre de 1846
Si hace ahora casi un año fue Beatriz la primera en marchar de la casa de la calle de las Damas, en febrero le llegó el turno a mi hermana Amalia. Ni ha sido fácil para ella ni tampoco para nosotros. Mi madre, más allá de las ausencias de Martín como militar, nos ha tenido siempre a los cuatro hijos muy cerca. Para mi padrastro, que es su única hija y la niña de sus ojos, yo creo que ha sido aún más difícil. Pero mi madre y nuestros respectivos padres nos educaron para perseguir nuestros sueños y nunca han tratado de cortarnos las alas.
Para mí también fue muy difícil despedirme de mi hermana, pues ya estaba decidido mi viaje a España para supervisar, en los astilleros de Ferrol, los trabajos de reforma de la corbeta y de la fragata. No sabía con certeza lo que durarían y lo que tardaría en volver a México. Nos comprometimos la una con la otra a cartearnos con tanta frecuencia como nos fuese posible. Mi hermana pequeña ya era una mujer y yo, a su edad, ya había diseñado los planos de un navío mercante. Así que tenía que asumir que para ella también había llegado el momento de tomar las riendas de su propia vida.
Eduardo, nuestras hijas y yo llegamos a la ciudad coruñesa el 27 de abril del presente año. La mayor parte del tiempo nos alojamos en la que había sido la residencia de los antepasados de mi madre y que ahora pertenecía a mi prima Mariana, que nos la cedió amablemente, pues ella residía en Madrid y solo acudía a su ciudad natal en los meses de verano, que ha sido cuando hemos tenido la oportunidad de conocerla y tratarla en persona. La que se ha desplazado más a menudo a visitarnos es nuestra prima Manuela, su hermana menor, pues vive bastante más cerca, en la ciudad de Santiago de Compostela.
Dedicamos los primeros días a acomodarnos después del largo viaje y a conocer la ciudad. Pude comprobar que, a pesar de lo niña que aún era Amalia cuando la visitó, la capacidad de describirla con precisión que demostró sirvió para que la visión que se había formado en mi cabeza se correspondiese asombrosamente bien a la realidad. Si allá en México le dan la oportunidad de demostrarlo, se darán cuenta de que puede llegar a ser una muy buena escritora.
Una vez instalados, nos desplazamos hasta la base naval de Ferrol y a sus astilleros. Ambas ciudades están situadas en el llamado Golfo Ártabro, cada una de ellas en un extremo.
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Finalmente, mi madre, Arturo, Alonso y yo optamos por la opción de ponerle motor de vapor tanto a la corbeta como a la fragata y blindar casi todo su casco con láminas de hierro. También decidimos, en ambos casos, conservar el aparejo para navegar con vela, pues si tienen buen viento la diferencia de nudos alcanzados respecto al que se logra con el motor de carbón es ligeramente inferior y no nos compensa usarlo. Si los trabajos avanzan según lo previsto, no debería llevarnos, entre ambos navíos, más de un año y medio.
En algunas ocasiones, nos desplazamos toda la familia hasta Ferrol y pasamos unos días juntos. En otras me desplazo yo en solitario, siempre en barco pesquero, pues es la forma más rápida y más corta de cubrir la distancia entre ambas ciudades. Alguna vez me ha acompañado también Inés, más interesada en la construcción del Arsenal y la base naval, incluso en la arquitectura civil y militar del lugar, que en las obras de nuestros buques mercantes. Tiene el mismo don que tengo yo para la ingeniería, pero esta no consigue despertar en ella la pasión que sí despierta la arquitectura.
Precisamente, si de arquitectura civil hablamos, una de las cosas que más ha llamado su atención son las galerías cerradas de carpintería y vidrio plano, pintadas de blanco, que se han construido en el barrio ferrolano de la Magdalena, donde viven muchas de las personas que trabajan en los astilleros.
Si hay un lugar que me hace recordar a mi hermana pequeña, ése es el jardín de San Carlos. Lo he dibujado y se lo enseñaré a mi vuelta. Gracias a la construcción de un muro perimetral en 1843, los cipreses y bojes se han podido sustituir por nuevas plantas ornamentales, que le dan un aspecto mucho más bello que el anterior. Y es que la demolición de las murallas comienza a ser una importante cantera para las nuevas construcciones, evitando el sobrecosto que significa traer toda la piedra de lugares más lejanos.
Jardín de San Carlos,
Veracruz, 27 de diciembre de 1847
Aún no he podido sobreponerme de la tristeza que me provocó ver cómo ha quedado mi ciudad después del bombardeo y asedio de las tropas estadounidenses en marzo del presente año. Mi madre, cuando llegué de vuelta hace un mes con los tres buques mercantes, pues al final enviaron también el Vicealmirante Díaz a Europa, me comentó:
—Me alegro de que al menos tú no hayas tenido que haber visto lo peor, porque lo que ocurrió en nuestra ciudad fue terrible, en pérdidas de vidas humanas y de construcciones, especialmente entre la puerta de la Merced y la parroquia de la Asunción, que quedó arrasada, con multitud de muertos y heridos en la mayoría de las calles.
Martín, por su parte, me comentó:
—Fue resistir inútilmente a un asedio y bombardeo bajo la premisa de creer que David va a vencer a Goliat, cuando eso solo ocurre una vez de cada mil. Nunca en todos los años que estuve en activo como militar había presenciado semejante carnicería, ni tanta crueldad para con la población civil como la que tuvo el general Scott con los veracruzanos.
Bombardeo e invasión estadounidense 1847.
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A día de hoy, 27 de diciembre, y a punto de terminar este año de 1847, estamos aún a la expectativa de cómo evolucionan las conversaciones de paz entre los comisionados de ambos países, con nuestro puerto veracruzano ocupado por tropas estadounidenses, a las que la mayoría de los supervivientes de esos bombardeos detestan y les guardan un gran resentimiento. Incluso mi propia familia, muy dolida, comparte esa misma animadversión.
Mi madre mostró abiertamente ese sentimiento conforme mi marido, mis hijas y yo regresamos con los tres buques mercantes, ya reformadas fragata y corbeta, hasta Veracruz. Anteriormente, habíamos vendido dos tercios de las mercancías en Cuba y en Panamá, dejando el tercio restante para México. Una vez que pasaron la aduana, ordenó entonces cargar la fragata con más de 1000 flores que, en la rada y frente al muelle, lanzaron poco a poco al mar con la bandera del buque a media asta, en señal de duelo. Cuando los oficiales estadounidenses le pidieron explicaciones, les contestó que era un homenaje a las más de mil almas mexicanas muertas o gravemente heridas en los bombardeos de marzo sobre nuestra ciudad. Se enfadaron tanto que la amenazaron con que, si volvía a repetir un gesto de provocación semejante, mandarían cañonear su barco desde San Juan de Ulúa hasta hundirlo delante de ella. Cuando la noticia corrió por todo Veracruz, muchas familias, de forma anónima, comenzaron a dejar, por las noches y durante varios días, decenas y decenas de flores delante de la puerta principal de su casa, en la calle de las Damas.
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Mi familia, más que sufrir los efectos económicos de la guerra y del asedio, de los que se repuso con relativa rapidez, sufrió los efectos emocionales. El más afectado fue Alonso, el cual, junto con Martín, decidió permanecer en la ciudad mientras el resto de la familia se había desplazado a la hacienda a principios de marzo. A mi hermano mayor le costó un tiempo abrirse y ser capaz de hablar sobre todo lo ocurrido, a diferencia de Martín que, como el militar que fue, aunque afectado, supo gestionar mejor la traumática experiencia en su estado de ánimo. Por este motivo, fue él el que me puso al tanto de cómo habían transcurrido todos esos meses para mi familia.
Veracruz, 10 de abril de 1856
Habíamos tenido dos días de norte fuerte, con vientos que llegaban más fríos que de costumbre y acompañados de lluvia. Como la pequeña Marina estaba insoportable y llevaba bastante peor que los demás niños estar encerrada todo el tiempo en casa, mi madre aprovechó para acercarse con ella hasta la Plazuela del Muelle y supervisar los efectos del temporal en la rada. Por precaución, llevando a la niña con ella, no quiso salir hasta el muelle de aguas profundas y no atravesó la Puerta de Mar. Mi sobrina se llevó tremendo chasco porque contaba con poder correr y jugar allí y reaccionó mal. Se encontraron a Isabel, que había acompañado a su marido y a su hijo mayor, Antonio, a echar un vistazo a la zona. En un momento que mi madre gesticuló y soltó la mano de la niña, esta salió corriendo detrás de dos gatos que se andaban persiguiendo el uno al otro. En ese instante comenzó a tronar y, en menos de un minuto, también empezó a llover. El viento, que había comenzado a soplar otra vez con fuerza, se intensificó.
La niña se asustó y su reacción, en lugar de intentar volver a la Plazuela del Muelle, fue dirigirse hacia los Portales y refugiarse allí. Se hizo un ovillo en un rincón y mi madre, Isabel y su hijo Antonio la pasaron de largo sin querer.
Veracruz, 30 de noviembre de 1869
Esta mañana, cuando acompañaba a mi cuñada María hacia la sastrería, nos hemos encontrado en los lavaderos municipales construidos hace ahora un año en la plaza del Loreto, a la nieta de la difunta Adela, quien tantos años trabajó y vivió en la casa de mi madre. Se había acercado hasta allí a lavar ropa de cama nada más romper el día. Aunque funcionaban de forma ininterrumpida las 24 horas del día debido a su alta demanda, ella prefería evitar las horas nocturnas para lavar. Trabajaba y vivía en las Californias, junto a su marido, atendiendo a los arrieros que hacían noche allí para entrar a la ciudad a primera hora de la mañana, conforme se abría la Puerta de México.
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Mi sobrina nieta Luisa, a pesar de que a veces también tiene sus momentos de tristeza por los seres queridos que le van faltando, con su carácter y su energía ha sido capaz de echarse encima el no permitir que ninguno de nosotros caigamos en el desánimo por demasiado tiempo. El pasado domingo, por ejemplo, decidió organizar una salida familiar hasta la Alameda llevando dulces, limonada y bastidores, junto con lienzos, pinturas y pinceles para que todos y cada uno de sus familiares pintásemos, con más o menos acierto, aquello que prefiriéramos. En mi caso, opté por la fuente de Hidalgo, inaugurada en 1867 en la glorieta central de la Alameda. También eligieron esa temática mi prima Isabel y mi sobrina Ángela. Mi hermano Martín y Susana, la hija menor de Isabel, optaron por la capilla del Santo Cristo y, finalmente, mi sobrino Adrián, su cuñado Vicente y los niños de Susana optaron por la estación de ferrocarril y las vías del tren. Teresa, la mujer de Adrián, también nos ha acompañado, pero ella prefiere ocuparse de la pequeña M.ª Victoria, a la que lleva en su cochecito, donde va protegida del sol y de los insectos por una tela mosquitera, mientras se pasea entre los diferentes grupos de improvisados pintores que hemos formado y observa cómo evolucionan cada uno de nuestros lienzos.
Veracruz, 14 de marzo de 1877
Esta mañana hemos ido hasta la estación de ferrocarril a despedir a mi hermana Amalia y a sus dos hijos, pues se vuelven a la Ciudad de México. Como ya es habitual desde la inauguración de la línea que une nuestra ciudad con la capital en 1873, baja cada año y pasa casi dos meses en Veracruz conmigo y con el resto de la familia. Aunque se acerca cada día a casa de mi sobrino Adrián, donde ella se crió, prefiere dormir en la mía, y así pasar más tiempo conmigo. A pesar de que son mucho más cercanos en edad y la relación con él siempre ha sido muy cordial, pues han crecido juntos en la misma casa con un trato más propio de primos que de tía y sobrino, la complicidad que tiene conmigo y el hecho de que yo viva sola buena parte del año hace que prefiera alojarse en mi casa.
—Mi tía Elisa vive sola porque quiere —le dice siempre Adrián— porque harto estoy yo de decirle que, aunque pase el día en su casa, se venga a cenar y a dormir conmigo y con mi familia en la mía, donde hay sitio de sobras para que ella tenga su propio espacio y su privacidad.
—Y yo te lo agradezco muchísimo, Adrián, pero mientras me pueda valer por mí misma ya sabes los motivos por los que me gusta seguir viviendo en mi casa. —Suelo tener un gesto de cariño con él cada vez que me dice esto, bien con una caricia en la mejilla o un abrazo.
Digo Amalia y sus dos hijos porque ella y su segundo marido, Nicolás, estuvieron de acuerdo en formar una familia más amplia y en la cual Marina se criase, al menos, con un hermano más. Se dirigieron hacia uno de los orfanatos de la capital y adoptaron un niño de cuatro años, llamado Carlos. En realidad, se podría decir que lo «adoptó» Marina. Aunque no quisieron llevarla, tuvieron que ceder ante su terquedad (característica heredada de su abuela materna además del nombre) y reconocer que la niña tenía razón, a pesar de su corta edad.
—Si va a ser mi hermano yo también tengo derecho a saber si me puedo entender con él y si podemos llevarnos bien. —Amalia se planteó como algo positivo que su hija valorase que tenía una suerte que otros niños no compartían porque, aunque fuese huérfana de padre, seguía rodeada de una familia, comenzando por su propia madre, que la quería incondicionalmente.
Veracruz, 11 de noviembre de 1880
Mi hermana Amalia, llegada de visita hace cuatro días, aprovechando el sol y la ausencia de viento después de dos días de Nortes, ha acompañado a Ángela, a Luisa y al chiquitín Darío a dar un paseo por la Alameda, dándome tiempo a mí para sentarme a escribir.
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Al día siguiente de su llegada, mi hermana y yo fuimos a recorrer, desde las siete de la mañana, todo el perímetro de lo que, hasta el 14 de julio, fue la muralla de tierra.
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Multitud de recuerdos familiares y personales nos volvieron a la mente en el paseo que ambas compartimos durante toda la mañana, hasta la hora de comer, cuando nos reunimos en casa de mi sobrino Adrián con el resto de la familia que vive en Veracruz. Aunque me emocioné en algunos momentos, me mantuve más tranquila y más serena que cuando recorrí el mismo perímetro con Ángela y con Luisa el 13 de julio, un día antes de que comenzase, oficialmente, el derrumbe. Aquel día no pude contener las lágrimas ante la Puerta de la Merced, donde se me agolparon la mayoría de los recuerdos relacionados con mis familiares más cercanos que ya no están: mis padres, mi padrastro, mis hermanos, mis cuñadas, mis padrinos, Isabel con sus hermanos y su marido… Ellas me abrazaron bien fuerte, me llenaron de besos y me animaron con las siguientes palabras:
—Tía, no lo vea como una pérdida, sino como una oportunidad de construir nuevos recuerdos en compañía de los que ahora seguimos estando y que la queremos bien. Además, usted misma ha defendido, desde hace tiempo, que era necesario hacer todo lo posible para mejorar la salubridad de nuestra ciudad y prevenir enfermedades.
El derrumbe acabó oficialmente el 1 de agosto de 1880, cuando se declaró terminada la demolición de la muralla de tierra.



















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